domingo, 10 de marzo de 2013

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir atropello?


(Atención: advertimos a nuestros tres posibles lectores de que esta crítica de “Amor”, de Michael Haneke, destripa lo peor de la película)


La manipuladora impostación, la extravagancia cursi y la enfática sobriedad de “Amor”, de Michael Haneke, con la que éste lleva a cabo una aborrecible perversión preciosista del amor, se ponen al servicio de una película hitleriana de terror. Su contenido desmiente a cada paso la pretendida “ternura fría” con la que es escrutada por la morosa cámara del director, que se recrea hasta el hastío en trivialidades supuestamente simbólicas y en impudicias supuestamente poéticas. Como siempre sucede en la obra de este espabilado y prestigioso autor, los vagos interrogantes sugeridos se quedan sin una respuesta narrativa convincente. Y, en el caso de que se adivine alguna de las confusas claves que se encierran en ese embrollo de alusiones, ésta no suele ir más allá del cliché más simplista u odioso. Sus películas invitan al espectador a que se sirva él mismo y a que haga todo el trabajo reflexivo que su creador no ha querido o no ha podido hacer, como si Haneke estuviera convencido de que una historia bien contada tiene que ser un self service de ideas heterogéneas y sin garantía, un expositor donde se disponga un montón de mercancía revuelta para mayor comodidad del que la vende. Lo malo, en su caso, es que si el comprador se decide a probar uno de estos platos tan seductores descubre, decepcionado, que tras esa osada cocina vanguardista de evocaciones refinadas y sutiles se esconden los socorridos garbanzos de toda la vida o, lo que es peor, un mejunje irreconocible elaborado con sobras batidas.

“Amor” es la enésima exploración de Haneke en las inconfesables miserias burguesas contemporáneas, aunque en esta ocasión su mirada denunciadora, que siempre es descarnada y analítica, renuncie a ser reprobadora, despreciadora e inflexible y quiera ser benigna, indulgente y comprensiva. Por eso, la degeneración física y mental de dos ancianos cultos y acomodados, dotados de esa penosa y estúpida terquedad que acostumbra a acentuarse en la vejez, nos es contada con una intención en apariencia positiva: como si estuviéramos asistiendo al abnegado cuidado amoroso con el que una admirable pareja tratase, resistiéndose a la incomprensión del mundo convencional en el que vive, de preservar intacta hasta el fin su irrenunciable dignidad personal. Sin embargo, en realidad “Amor” no es más que la historia de cómo un viejo obtuso, cabezota y chiflado, que se ve enfrentado a la enfermedad terminal de su esposa y es claramente superado por este durísimo desafío, acaba desvariando tanto como la enferma a su cargo y la arrastra a un insano aislamiento social, hasta el punto de que termina asesinándola con impasible crueldad el día en que decide provocarle la asfixia para acabar con todos sus males.

Resulta indefendible considerar este espantoso crimen doméstico, esta impulsiva reacción de impotencia, que coge desprevenida a la pobre víctima indefensa, como si se tratara de un emocionante, lúcido y consecuente acto de amor compasivo. Ni siquiera antes de que la conversación de la enferma se redujera a ser un mero balbuceo incomprensible, había confesado ésta ningún deseo de morir, ningún desesperado anhelo de paz definitiva. Pero es que, incluso si lo hubiera hecho en alguna ocasión, la primera precaución de todo amante tendría que ser siempre la de preguntarse si la extrema petición de su amada no pasa de ser una dudosa petición figurada o un balsámico ruego exagerado. En cualquier caso, lo único que está claro es que la enferma ansiaba, naturalmente, el cese del dolor insoportable o la recuperación de la capacidad perdida. Pero de ahí a tomar sus quejas tan a la ligera o al pie de la letra, como si a través de ellas la mujer estuviera dando instrucciones literales para ser eliminada de la existencia, drásticamente y en cualquier momento, va un gran trecho del que su esposo hace caso omiso sin demasiado escrúpulo, sin ni siquiera plantearse seriamente una torturadora disyuntiva moral y sin intentar una postrera comunicación aprobatoria. Lo cierto, en suma, es que, en el momento en que su marido la liquida aplastándole una almohada contra la cara, ya hacía tiempo que la anciana se había vuelto incapaz de expresar ninguna voluntad inquebrantable, y mucho menos una firme determinación suicida, por lo que sería muy arriesgado dar por supuesto que estuviera deseando terminar como lo hace: brutalmente ahogada como un perro por el loco de su marido.

Así, tenemos a un fulano desquiciado que, pese a su envidiable posición social y a sus notables recursos económicos, se resiste ridículamente, por culpa de una distorsionada concepción de lo que significan la lealtad, el respeto, el sacrificio y la dignidad, a aceptar ninguna ayuda externa, a descargar la responsabilidad que él mismo se ha reservado en exclusiva y a reconocer su manifiesta incapacidad a la hora de asistir a su dependiente –que no agonizante- esposa. Por tanto, calificar a su injustificable arrebato de violencia como “una aplicación de métodos eutanásicos”, como el cumplimiento de una súplica insistente con la que un moribundo solicitaría una muerte dulce e indolora, es una increíble ceguera de juicio o una insólita exhibición de cinismo. La película pretende ensalzar el noble sacrificio religioso de un amante entregado, el cual dedicaría sus últimas fuerzas a acompañar de la mejor manera posible a la mujer con la que compartió su vida, a la doliente inválida que se va apagando patéticamente ante sus ojos. Pero que este hermoso planteamiento derive en un enfermizo y opresivo encierro casero y culmine en el sensacionalista y truculento sacrificio de una mujer desvalida, la cual es incapaz de defenderse de la horrible agresión de su verdugo, tan sólo demuestra la excentricidad morbosa de la propuesta y su involuntaria contradicción interna. Aún más: Si, por un lado, el protagonista defiende la protección del decoro de la enferma y su innegociable derecho al pudor, por otro lado, en cambio, es paradójico e incongruente que toda la película represente una obscena violación de esta respetable postura al analizar pormenorizadamente, desde el punto de vista de un indiscreto fisgón entrometido, hasta la última vergüenza íntima de sus desnudados objetos de estudio.

En vista de la “solución final” adoptada por el celoso marido homicida, que, so pretexto de un piadoso amor confidencial, recurre a los mismos remedios higiénicos con que el nacionalsocialismo se deshacía de los molestos enfermos incurables, lo único que se puede decir es esto: que a lo mejor el internamiento en un residencia de lujo propuesto por la hija del matrimonio no era tan mala idea.


(por La Mente Pensante)

jueves, 7 de marzo de 2013

A POR EL TERCERO

¡Lo hemos vuelto a hacer! Ya podemos sumar otro mes de existencia. Bueno, mejor dicho un mes y un día, porque dentro de nuestra línea, ayer nos dio pereza a todos escribir algo.

Algún quisquilloso osará decir que así cualquiera, pero queremos reivindicar que no es tan fácil el no hacer nada. Y que lo difícil es estar al pie del cañón pese a todo.

¡Viva el dolce far niente!