Pertenezco a una
generación de damnificados que ha quedado profundamente rota, a un grupo de
individuos arrasados por todas las atrocidades que se vieron forzados a
contemplar, a una promoción de veteranos curtidos, neuróticos y atormentados
que han perdido el rumbo existencial y toda posibilidad de reinsertarse en la
vida cotidiana. Deambulamos por el mundo como si fuéramos unos John Rambos sin la
musculatura hipertrofiada, sin la boca torcida y sin graciosos problemas de
dicción. Nuestras pesadillas están pobladas por presencias espectrales que
vienen a acosarnos con sus terroríficos lamentos y que nos hacen despertar de
pronto en medio de la noche, envueltos en sudor, agarrotados, jadeantes y
gritándole a la legión de fantasmas: “¡Mardito roedore!”, “Piticlín, piticlín!”
o “¡Snorkeeeeel!”
Pero no se
confundan ustedes. No estoy aludiendo a quienes sobrevivieron a la guerra del
36 ni a quienes quedaron mentalmente desahuciados por culpa de las fotos de
Rappel en tanga. Me estoy refiriendo únicamente a los que todavía arrastran las
secuelas de la programación infantil que TVE emitió en los horteras 70 y en los
aún más horteras 80. Durante aquellas décadas electrizantes, en las que
nuestros padres abandonaban una época marcada por la siniestra dictadura y por
molonas palabras juveniles como “titi”, “cilindrín” y “discoteque”, los hogares
españoles llevaron a cabo su propia especie de transición casera, en paralelo y
al margen de la tan sobada transición política. Y así se sustituyeron las
florituras lisérgicas del papel pintado por el gotelé salvaje de relieves
desolladores; se cambiaron los bigotes ostentosos y las pelambreras pectorales
por los cardados utópicos y las hombreras homicidas; y de la traicionera
colleja pedagógica y el sádico castigo arbitrario se pasó a intentar domar a la
chavalería con métodos más pacíficos y avanzados, como el chantaje, el soborno
y la denigrante humillación pública.
Pero lo que en
este convulso período histórico no varió en absoluto fue la índole delictiva de
la emisión televisiva en horario infantil, merecedora de la condena unánime de
la comunidad internacional y digna del alborozo majadero con que era recibida
por la audiencia, formada por absortos chiquillos sedientos de historietas
demenciales. Por culpa de aquellas imágenes descerebradas y de aquellos sonidos
absurdos, que fuimos asimilando sin pausa y sin reflexión mientras depositaban
orgullosamente sus deyecciones sobre los más básicos principios edificantes, hoy
somos lo que somos. Los que asistimos a semejante despliegue de fantasía y de prejuicios
arrastramos desde entonces serias taras incurables, que nos incapacitan para
desempeñarnos con normalidad en nuestras vidas de adulto. Uno no puede evitar
sentir cierta nostalgia ambivalente, como si le llegara a las narices la
fragancia evocadora de una magdalena proustiana mohosa, al rememorar aquellos
viejos programas y aquellas series hoy pasadas de moda, entrañables diversiones
que se alzaban, salvo rarísimas excepciones, sobre tres sólidos pilares
sacrosantos: la invención inocente e irresponsable, la elaboración cutre y
desganada y la alegre transmisión de estereotipos perniciosos.
Con la serie de
articulillos que inicio en estos momentos me propongo analizar, sin aportar ni
un solo dato contrastado y sin rebajarme a demostrar ninguna de mis
conclusiones, estas enraizadas experiencias traumáticas de la infancia que nos
han convertido en los adultos perturbados, pueriles y patéticos que ahora
somos.
(por La Mente
Pensante)
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