Méjico es
mundialmente famoso por una serie de elementos particulares: por sus platos
especiados al gusto de Belcebú, por sus eternas siestas callejeras bajo enormes
sombreros, por la labia incontinente de Cantiflas, por las rancheras que
mitifican al honrado productor de heroína, por su estirpe de revolucionarios
bigotudos, velludos y barrigudos que profieren “¡Vivas!” sin cesar, por el
predominio de una forma irrisoria y caricaturesca de ser “el más macho”, por el
mísero humor de subsistencia de El Chavo del Ocho y por dar pie a las erróneas
adjudicaciones de nacionalidad de Chavela Vargas, María Dolores Pradera y Brujería.
Pero sobre todo es reconocido por el resto de naciones, sin discusión y sin
envidia, como la capital o el epicentro o el ombligo de la maravillosa
infracultura psicotrónica. El merecimiento de tan insigne honor lo atestiguan
un sinnúmero de fenómenos populares bizarros, que trascienden los confines del
kitsch y que hacen implosionar las cabezas más serenas.
Baste citar como
ejemplos de su hegemonía en este campo esos imborrables hitos del cine que son
“El charro de las calaveras”, “La nave de los monstruos” y todas las
permutaciones concebibles que enfrentan a hostia limpia a los monstruos
clásicos de la Universal, en su versión más chapucera, con unos luchadores
autóctonos fondones y achaparrados. O recuérdese si no la afición que demuestra
el mejicano medio por idolatrar las cosas más absurdas, como a los justicieros
enmascarados que ejercen verdaderamente en los suburbios, que se embuten en
disfraces tan mal diseñados como mal confeccionados, que se sienten inclinados
a impartir lecciones de civismo y que se presentan con alias tan grandiosos
como “Superbarrio Gómez”. O incluso téngase en cuenta que una de sus fiestas
nacionales predilectas gira en torno al adorno de esqueletos y se celebra
exhibiendo con alegría un alucinante merchandising macabro.
Los productos más
exquisitos que nos han llegado de esas tierras solían producir el mismo efecto desconcertante
en el sibarita europeo: su sentido común se ponía a gritar como loco y sus
órganos sexuales se desprendían, se desplomaban y se daban a la fuga. Pero a
estas alturas de la vida uno pensaba ya que ninguna invención de ese pueblo
chiflado podría volver a extrañarle tanto. Hasta que al fin hizo su aparición en
mi pantalla una moda juvenil que está causando furor en Méjico, una diversión
molona que no se deja describir mediante un lenguaje articulado y que no se
puede exportar a ningún otro país de la Tierra. Aunque se crean tan curados de
espantos como cualquier internauta resabiado, les aseguro que la cosa les va a
dejar atónitos y al borde de la insania. A no ser que ustedes sean individuos mejicanos
o, lo que es lo mismo, los mayores fabricantes mundiales de espantos.
(por Mente Pensante)
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